Gregorio López y Fuentes
nació el 17 de noviembre de 1897, en la hacienda El Mamey, del municipio de
Zontecomatlán, Veracruz , zona de la Huasteca, en el seno de una
familia de campesinos y comerciantes.
Murió
el 11 de diciembre de 1966, en la ciudad de México. El nombre del municipio en donde nació fue renombrado
como Zontecomatlán de López
y Fuentes en su honor.
Empezó a
escribir a la edad de quince años casi al mismo tiempo del inicio de la Revolución
Mexicana, conflicto que abordó en la mayoría de sus libros.
Se
trasladó a la ciudad de México e ingresó a la Escuela Normal. Tomó parte, al
lado de otros estudiantes normalistas, en la defensa del puerto de Veracruz
contra la invasión norteamericana, en abril de 1914.
Se
incorporó a las fuerzas constitucionalistas con Venustiano Carranza. Una vez
que finalizó el segundo periodo del movimiento revolucionario, residió en la
ciudad de México, donde se dedicó al periodismo y a la docencia de la
literatura. En 1921 comenzó a escribir
para el diario El Universal,
frecuentemente bajo el seudónimo "Tulio
F. Peseenz".
El vagabundo (1922), su primera novela,
apareció en la revista El Universal Ilustrado por entregas. Posteriormente
aparece El alma del poblacho (1924).
En 1937
fue designado director de El
Universal Gráfico;y en 1945, de El
Universal. Posteriormente, trabajó en la industria editorial.
Impulsó el Instituto Mexicano de la Juventud y formó parte de la Comisión
Nacional de Libros de Texto Gratuitos.
Tras
sus inicios como poeta modernista, se dedicó en sus novelas a describir el
período de la revolución y las decepciones del campesinado mexicano. Destacan Campamento
(1931), Tierra (1932), ¡Mi general! (1934)
El indio (1935) y Los peregrinos inmóviles
(1944).
El Indio fue la primera novela en obtener el Premio Nacional de Literatura entregado
por la Secretaría de Educación Pública en México, el cual fue sustituido
posteriormente por Premio Nacional de
Ciencias y Artes en las Áreas de Lingüística y Literatura.
López y Fuentes incursionó en
la novela, poesía, periodismo y crónica de la Revolución Mexicana. Fue
contemporáneo de Mariano Azuela y Martín Luis Guzman.
La
narrativa realista de López y Fuentes toma sus materiales de la historia
mexicana del siglo xx, en sus crónicas y actos heroicos recrea la Revolución de
1910, el problema agrario, la vida de los indios mexicanos, la problemática
petrolera, la corrupción de la clase dominante que emerge con el movimiento
revolucionario.
López y
Fuentes deleita con sus ricas descripciones sobre los paisajes y la cultura del
pueblo. Hacen que se desprenda, el fruto de la tierra para palpar su sabor,
sentir el olor del campo en la piel, el licor espeso de las flores convertidas
en miel. Los montes y llanuras mojadas por las lluvias, formando
torrentes de aguas cristalinas, que se destilan entre las piedras, para
irrigar las milpas tapizadas de maíz, frijol y chile; bañados con la luz
provincial y el espectáculo ante los ojos con los colores de cobre nuevo y
oro viejo.
En los
hogares, las rusticas casitas con el fogón encendido para calentarse el cuerpo,
el alma y la comida simple con sus prodigiosos condimentos; en el comal
la tortilla y el atole, los frijoles y la salsa de molcajete sobre la mesa. El
diario vivir acontece con un calendario natural que se cuenta con los
refulgentes amaneceres que iluminan el actuar de su gente, sus
metódicas costumbres y sus inocentes, pero relevantes creencias.
Gregorio
López y Fuentes, tiene una colección de cuentos y algunos de ellos son: El burro canelo, Una carta a Dios y Noble
campaña.
Su obra
refleja una gran realidad de lo sucedido en México a principios del Siglo xx
junto a sus trasformaciones, su ingenio claro y ameno nos presenta también su
gran sentido del humor, que bien vale la pena tenerlo en nuestros gustos
literarios.
En su bibliografía destacan los siguientes títulos:
- Claros de selva (1921)
- El vagabundo (1922)
- El alma del poblacho (1924)
- Campamento (1931)
- Tierra (1932)
- ¡Mi general! (1934)
- El indio (1935)
- Arrieros (1937)
- Huasteca (1939)
- Una carta a Dios (1940)
- Los peregrinos inmóviles (1944).
El burro
canelo (fragmento), Gregorio López y Fuentes
“Tras un día de camino para encontrar al hijo que
regresaba del colegio después de algunos años de ausencia, el padre tuvo el
primer disgusto. Apenas se habían saludado, el muchacho en lugar de preguntar
por su madre, por los hermanos o al menos por la abuela, ansiosamente le dijo:
-Padre, ¿y el burro canelo?
-El burro canelo… se murió de roña, de garrapatas y de
viejo.
Al muchacho se le habían olvidado costumbres y hasta los
nombres de las cosas que lo rodearon desde que nació. ¡Cómo era posible que
para montar pusiera en el estribo el pie derecho! Pero el asombro del padre fue
mayor cuando el chico preguntó con gran curiosidad si aquello era trigo o arroz
al pasar junto a unos campos sembrados de maíz”
Otro párrafo:
“La madre había preparado para su hijo querido lo que más
le gustaba: atole de maíz tierno, con piloncillo y canela. Cuando se lo sirvió,
caliente y oloroso, el hijo hizo la más absurda pregunta de cuantas había
hecho:
-Madre, ¿cómo se llama esto?
Y mientras esperaba la respuesta se puso a menear el
atole con un circular ir y venir de la cuchara.
-Al menos, si has olvidado el nombre, no has olvidado el
meneadillo -dijo la madre suspirando”
Una carta a
Dios
[Cuento - Texto completo.]
Gregorio
López y Fuentes
La casa -única en todo el valle- estaba subida en uno de esos cerros
truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al
continuar sus peregrinaciones… Entre las matas del maíz, el frijol con su
florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha.
Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando
menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de
que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de
quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.
Durante la mañana, Lencho -conocedor del campo, apegado a las viejas
costumbres y creyente a puño cerrado- no había hecho más que examinar el cielo
por el rumbo del noreste.
-Ahora sí que se viene el agua, vieja.
Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió:
-Dios lo quiera.
Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que
los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a
todos:
-Vengan que les voy a dar en la boca…
Fue en el curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho,
comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar
grandes montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.
-Hagan de cuenta, muchachos -exclamaba el hombre mientras sentía la
fruición de mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre
una cerca de piedra-, que no son gotas de agua las que están cayendo: son
monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a
cinco…
Y dejaba pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear,
adornada con las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta
por la transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un
fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan grandes
como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los muchachos,
exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas heladas de mayor
tamaño.
-Esto sí que está muy malo -exclamaba el hombre- ojalá que pase pronto…
No pasó pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta,
el monte, la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una
salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.
El frijol, sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.
Pasada la tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:
-Más hubiera dejado una nube de langosta… El granizo no ha dejado nada:
ni una sola mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una
vaina…
La noche fue de lamentaciones:
-¡Todo nuestro trabajo, perdido!
-¡Y ni a quién acudir!
-Este año pasaremos hambre…
Pero muy en el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa
solitaria en mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.
-No te mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que
nadie se muere de hambre!
-Eso dicen: nadie se muere de hambre…
Y mientras llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto
en la iglesia del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un
ojo, un ojo que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo
mira todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.
Lencho era hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece,
pero no lo era tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y
aprovechando la circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado
en su idea de que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que
él mismo llevaría al pueblo para echarla al correo.
Era nada menos que una carta a Dios.
“Dios -escribió-, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos,
durante este año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras
viene la otra cosecha, pues el granizo…”
Rotuló el sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió
al pueblo. Ya en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó
esta en el buzón.
Un empleado, que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó
riendo con toda la boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta
dirigida a Dios. Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese
domicilio. El jefe de la oficina -gordo y bonachón- también se puso a reír,
pero bien pronto se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su
mesa con la carta, comentaba:
-¡La fe! ¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como
él cree! ¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener
correspondencia con Dios!
Y, para no defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una
carta que no podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar
la carta. Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que
buena voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su
empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les pidió
su óbolo “para una obra piadosa”.
Fue imposible para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se
conformó con enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más
que la mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un
pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.
Al siguiente domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de
costumbre, si había alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo
entrega de la carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una
buena acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.
Lencho no mostró la menor sorpresa al ver los billetes -tanta era su
seguridad-, pero hizo un gesto de cólera al contar el dinero… ¡Dios no podía
haberse equivocado, ni negar lo que se le había pedido!
Inmediatamente, Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y
tinta. En la mesa destinada al público, se puso a escribir, arrugando mucho la
frente a causa del esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al
terminar, fue a pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de
un puñetazo.
En cuanto la carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla.
Decía:
“Dios:
Del dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos. Mándame el
resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de la oficina
de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.
Para saber más.
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