“Las fechas —dice
Borges— son para el olvido”, pero en este caso nos dan luz sobre la
personalidad de un hombre y aclaran las relaciones de su obra.
Rubén Salazar Mallén nace en Coatzacoalcos, Veracruz, el 9 de julio de
1905. A los cinco años vive la Revolución. Muy joven se traslada a la ciudad de
México donde sufre una hemiplejía que lo acompañará toda su vida y estudia
Derecho.
Escribe novelas que incinera. Hace un periodismo mordaz que le da cierto
renombre. Como todos los inconformes se rebela y milita en las filas del
vasconcelismo contra un sistema político que en 1929 preludia el fracaso de los
ochenta. Decepcionado ingresa en 1930 al Partido Comunista. Paradójicamente, una nueva decepción
lo lleva al fascismo.
Escribe la primera novela anticomunista, Cariátide, cuyos fragmentos publicados en la revista Examen, dirigida por Jorge Cuesta,
desencadenan una persecución judicial contra ellos. A partir de 1944 rompe con
el fascismo y abraza el anarquismo. Pero su pasado lo condena. Ese mismo año el
consejo de la revista El hijo pródigo
rechaza la publicación de su obra Páramo:
“Es por tus ideas políticas, eres reaccionario.” “Sé que defendiste al fascismo
en México, mientras que a mi familia la asesinaban los fascistas de España, por
consiguiente tengo que oponerme a ti.” Desde entonces su obra conoce la
marginalidad.
Las razones son de orden político. La literatura mexicana de nuestro
tiempo, por lo menos hasta hace poco, cuando muchos decepcionados por el
marxismo y su promesa reconocieron que la culpabilidad nos pertenece a todos,
repudiaba a cualquier escritor que hubiese sido sospechoso de fascismo;
consideraba que ser de izquierda era una virtud; aceptaba, como un dogma, que
quienes habían sido fascistas, aunque el arrepentimiento los hubiese hecho
avergonzarse, eran incapaces de escribir con altura. Otros no, otros, que
disintiendo del dogma comunista no habían coqueteado con el fascismo, eran bien
vistos. La literatura mexicana podía exhibir sin vergüenza las obras de
Revueltas o las de Paz.
A Dios gracias, muchos de nosotros ya no vivimos de la condena.
Adolecemos de graves defectos, pero no del defecto de la falta del perdón.
Ahora podemos también frecuentar a Salazar Mallén sin temor y reconocer que su
obra literaria nada tiene que ver con el fascismo y mucho con el hombre. A
diferencia de otros que ponen su literatura al servicio de su ideología,
Salazar Mallén ha hecho de su contradictorio peregrinar político un estilo de
vida que le ha permitido describir la miseria humana.
Lo que confirma esa extraña frase de las tradiciones religiosas: “Hemos
venido a cumplir un destino.” Si Salazar Mallén fue y es contradictorio, ha
sido para narrar nuestra realidad: el universo también contradictorio que se
oculta tras el decorado de la historia; el universo de los caciques, de la
intimidad del Partido Comunista de los años treinta, de la corrupción de
nuestro sistema político mexicano, de la guerrilla urbana, de la lascivia y las
pasiones mundanas, de los laberintos del poder.
Javier Sicilia
Si me lo preguntaran, yo diría que las novelas que he publicado pueden
clasificarse en dos grupos. En uno de ellos, cabrían las obras que se sustentan
en la vida privada: Camino de perfección (1937),
Soledad (1944) y La iniciación (1966). En el otro grupo habría que incluir las obras
cuya base es la vida social: Páramo
(1944), Ojo de Agua (1949), Camaradas (1959), ¡Viva México! (1968), La
sangre vacía (1982) y El paraíso
podrido (1986).
Claro que esa clasificación es convencional y relativa, porque en la
novela, como en la realidad, la vida privada y la vida social se entrecruzan y
hasta se imbrican.
A eso hay que añadir que una antología novelística de un solo autor,
sólo puede lograrse desde una disposición arbitraria, ya que una novela es una
totalidad que no puede ser representada por una de sus partes o uno de sus
capítulos. Puede, eso sí, dar idea de la evolución literaria del autor de las
novelas.
Rubén Salazar Mallén
Además puedes consultar para saber más:
http://archivo.eluniversal.com.mx/cultura/43270.html
Salazar
Mallén, Escritor corrosivo para el poder, El paraíso podrido.
¡VIVA MÉXICO!
Han
hecho negocios solidariamente. Y eso es bueno, mejor que una simple amistad.
Porque, a ver, la amistad a secas, ¿para qué sirve? Y también, ¿qué putería es
la amistad si los locutores de radio y televisión le dicen a uno “amigo”? El
ingeniero Garza y Joaquín Cuevas, el hermano de Magdalena, son amigos de los
buenos: hacen negocios solidariamente.
—Délo por hecho. México será la sede
de la próxima olimpiada.
Joaquín. — Gracias al prestigio que ha ganado
para el país el señor presidente.
Como siempre que expulsa un señor
presidente, se le estiran los dientes y sus labios se fruncen en alforzas, bieses
y olanes. ¡Señor presidente! Hay que pronunciarlo untuosamente, suntuosamente.
No con sencillez o familiaridad: sería una irreverencia. Y ¡no, no, no, no, no,
no! Joaquín Cuevas no lo haría por nada del mundo.
El ingeniero Garza, que es un alegre
pedazo de naturaleza, no tiene esos escrúpulos. Y conoce a Joaquín desde hace
más de mil años.
Garza. — Mire, Cuevas, vamos hablando a
calzón quitado. A usted y a mí nos importan una pura y dos con sal el señor
presidente y el prestigio de México y la chingada madre. Lo que nosotros
queremos es lana, ¡lana!
Después
de unos iniciales ojos de espanto, Joaquín sonríe y mira cómplicemente a su
interlocutor.
Joaquín. — Contratos es lo que usted quiere,
¿verdad?
Garza.— ¡Hasta la pregunta es méndiga! La
olimpiada quiere decir obras y yo tengo diez millones de maquinaria para hacer
obras.
Inclina la cabeza, pensativo, Joaquín
Cuevas. Disimuladamente avienta una mirada contra el ingeniero Garza. Piensa
cómo sacar ventajas: entre amigos que hacen negocios, está permitido.
Joaquín. — Si de veras va a ser aquí la
olimpiada, como dice usted, México gastará mucho dinero, ¡mucho! Pero no crea
que las ganancias van a ser nuestras. Primero están los cacas grandes que
tienen sus constructoras de trasmano.
Calla tácticamente, esperando la
reacción del ingeniero Garza. Este no se desconcierta.
—¡Usted
tiene muy buenas palancas! —vocifera—. Algo podrá agarrar, aunque no sea mucho.
Joaquín.— Sí tengo muy buenas palancas; pero
ellos no tienen carta aborrecida, y si un quinto ven, un quinto se clavan.
(Lo que busca es hacer que el asunto
parezca difícil, para cobrar mayor porcentaje).
Va a hablar el ingeniero, cuando el
interfone farfulla que ahí, en la antesala, está Magdalena. Garza aprovecha la
coyuntura: se marcha empujando carcajadas y manotazos al aire. Joaquín se
sienta en el sillón, tras el escritorio, y adopta una actitud solemne: sabe que
algo va a pedirle Magdalena.
—¡Querida Magda! —prorrumpe, y, sin
pararse, le tiende la mano.
Hace que ella se siente en la silla
más cercana. Un gesto insinuante frota a sus músculos faciales: su sabiduría de
hombre de negocios le ha enseñado que para decir “no” hay que parecer amistoso.
Y sonríe con una sonrisa ejercitada muchas veces: una sonrisa con destellos
semejantes a los que despierta un escupitajo en un charco podrido.
Joaquín.— Tienes dificultades, ¿verdad,
hermanita? Dímelo con entera confianza. Soy tu hermano.
Las manos enguantadas, en que los
nervios tiran de los dedos como de títeres, prolongan el silencio de Magdalena.
Joaquín la contempla. Vierte su sonrisa en la risa. Su risa rechina como niños
que lloran.
Joaquín.
— Los intereses. Estoy seguro de que son los intereses. Desde un principio me
pareció que no podrías, pero ¿cómo decírtelo, si estabas tan exigente?
—Sí, los intereses —balbucea
Magdalena.
Joaquín. — Y quieres una nueva mora, ¿no es
eso? Pero ¿no te das cuenta, Magda? Ya lo hice una vez, y si vuelvo a
hacerlo... Yo soy parte de un proceso que no puede detenerse. En estos casos,
los asuntos pasan automáticamente al departamento legal. ¿Qué quieres que yo
haga, qué quieres? Además, te queda el rancho, ¿para qué te sirve?
Magdalena.— Unos días nada más. Yo haré milagros
si es necesario.
Joaquín.— ¡Imposible! Yo daría un brazo, daría
la cabeza, pero...
Magdalena. — Si quisieras...
Joaquín.— De querer, sí quiero; pero no puedo,
no puedo.
Ahora es ella la que sonríe. Una
sonrisa doble: una mitad, desprecio; la otra mitad, lástima.
Magdalena. — No te preocupes.
Se pone de pie. Erguida, casi juvenil,
va hacia la puerta, sale. El se hunde en su sillón. Deja pasar unos minutos,
con los ojos y la mente en nada. Precavido, evita el riesgo del interfone. Usa
el teléfono.
—Conchita: déme el legal, con el
licenciado Zendejas.
Pausa.
—¿Recuerda usted el negocio de que le
hablé ayer? —Sí, sí, ése.
—Proceda inmediatamente.
—No.
—¡No!
—¡Proceda!
Los negocios son los negocios. Se
frota las manos y dentro de cuatro años si la olimpiada se hace aquí.
Para saber más.
http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php/81
Para saber más.
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